Duelo familiar

La vida tiene días así, con los años terminas de entender. Sin embargo, la pena es inevitable. Mi madre algo comentó la noche previa, pero no entendí la real dimensión de la circunstancia; de ahí que el mensaje de mi prima, por la mañana, resultara devastador. Una nunca espera una noticia así. Nunca.

Recién hace un par de semanas, escribí:

Atestiguar la desolación de los amigos por la pérdida de un ser querido es de las pocas experiencias que me dejan sin palabras. Se toma conciencia de la propia insuficiencia ante el dolor que no podemos remediar. Se aspira, en todo caso, a convertirnos en el más cálido abrazo.

Ayer, al intentar el contacto con mi tía, lo confirmé: las palabras resultaron más insuficientes aún.

Procuré navegar el día —atenta, claro, a los mensajes de la familia—, enfocada en las responsabilidades del trabajo (mi fama como evasora emocional me precede). Pero, la mente juega sucio, encuentra el intersticio para plantarnos imágenes, memorias… ideas que se extienden como hiedras sobre los muros de la conciencia: luego de once años, la muerte ha saltado una generación y la ha tomado contra nosotros, los nietos de Doña Reyna. Mi familia ha dejado de reproducirse... En cambio, hemos iniciado la retirada. Se agotará el inventario de los que fuimos y —algún día quizá—, acaso también la memoria.

A esta hora, me duele todavía el corazón de mi tía, atravesado por esta y todas las espadas. Siento eso que nos duele a todos, desde el silencio en los grupos de WhatsApp; ahí,  donde cada día fueron el saludo y la sonrisa, desde ayer es apenas un dato nuevo, de tanto en tanto, gracias a la gentileza del emisario que tiene a bien acercarnos las noticias, porque nos sabe, sí, en la incertidumbre. «Lo que no se nombra, no existe»… y deseamos que no existiera esa muerte que nos negamos a nombrar. 

Vienen más días tristes. Una entiende la ruta del duelo. Lo hemos aprendido con los años. Una echa mano de toda la serenidad posible y se guarda el llanto para cuando juntos, en la tribu que somos, reunamos una a una nuestras penas, para sentir —quizás— que esto que duele y oprime el pecho, lo cargamos entre todos… y sea, entonces, algo más liviano.

Hasta siempre, querida niña. Te quiero.

Hasta siempre, mi niña.

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[Algún] Domingo